Memoria, Verdad y Justicia

. sábado, 5 de abril de 2008
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Escribe: Vitin Baronetto Director de Derechos Humanos de la Municipalidad de Córdoba


Después de treinta y dos años de aquel oscuro amanecer del 24 de marzo de 1976, que también alentaron importantes sectores económicos, sociales y políticos, los argentinos nos vemos obligados a ejercitar la memoria, porque aún queda mucha verdad por develar y sigue pendiente una gran deuda de justicia.

Gracias a la minoritaria pero tesonera lucha de familiares y amigos que afrontaron la adversidad venciendo el miedo que el terrorismo de estado implantó en la sociedad, y a la persistencia en el reclamo de cada vez más amplios sectores durante los años de democracia, el Congreso de la Nación en agosto de 2002 aprobó la ley que establece el 24 de marzo como “día nacional de la memoria, por la verdad y la justicia”, instituyéndolo feriado nacional en el 2006.

Hoy los derechos humanos se han institucionalizado como parte de aquella larga lucha que mantuvo en alto las banderas de la verdad y la justicia, más allá de la debilidad de los poderes democráticos que claudicaron con las leyes de la impunidad. Hasta que el hastío social se expresó en la rebelión popular del 2001 y se abrió un camino diferente que luego haría posible la reapertura de los juicios a los genocidas.

Antes fueron los juicios por la verdad histórica, que contribuyeron a derrumbar los argumentos con que una parte de la sociedad ocultó su complicidad. Así cayó la teoría de los dos demonios, que disfrazaba el conflicto social como combate entre fuerzas maléficas, eximiendo de responsabilidades a los sectores dominantes, que pugnaban por mantener la hegemonía de sus intereses económicos a sangre y fuego.

Quedó a la luz que no había existido ninguna guerra, sino un plan sistemático de eliminación de la oposición política y social, instrumentado por las fuerzas armadas para consolidar el modelo neoliberal que acumuló y concentró la riqueza en poderosos aunque reducidos grupos económicos, en perjuicio de las mayorías populares que padecieron los despojos de sus principales derechos, como la vida, la libertad, el empleo, la legislación laboral, el sistema previsional, etc.

Y este plan sistemático apeló al terrorismo de estado, ya que suplantaron la aplicación de las leyes por métodos ilegales para la represión tanto de las protestas populares como de los hechos de violencia de los grupos armados.

El brazo corto de la justicia

La anulación de las leyes de obediencia debida y punto final en agosto de 2003 posibilitó que se fueran reabriendo los juicios que habían quedado truncos en 1987 al aplicarse aquella legislación de la vergüenza democrática. Algunos tribunales en el país avanzaron hasta la condena de los genocidas como en los emblemáticos casos del comisario Miguel O. Etchecolatz o el capellán policial Christian Von Wernich. Otros represores en proceso judicial están detenidos, aunque pocos en cárceles comunes. Pero el mayor número ha logrado hasta ahora eludir el brazo de la justicia, amparados en las leyes que ellos mismos negaron a sus víctimas.

Los procesos judiciales en marcha son una señal positiva que nos permiten vislumbrar un horizonte mejor. Aunque con limitaciones, porque no se anulan las complicidades de la noche a la mañana. Y los procesos sociales, culturales y políticos son siempre contradictorios y conflictivos. Por eso seguramente quedarán impunes, más allá de la voluntad social o política, tantos asesinos, torturadores y represores que llegarán al final de sus vidas sin la condena y la cárcel por sus delitos, gracias a un estado de derecho debilitado, que no alcanzó a perfeccionar sus leyes y mantuvo una estructura judicial que no fue ajena al imperio del terror, cuando rechazaba los “habeas corpus” o no investigaba la muerte violenta de presos políticos a manos de las fuerzas armadas.

Este reclamo de justicia nada tiene que ver con el ensañamiento contra esos “inofensivos ancianos”, como argumentó el defensor del criminal Comisario Etchecolatz. No es odio ni venganza, sino que la sociedad en democracia necesita experimentar la eficacia de las instituciones para creer y confiar en si misma, apostando a una construcción colectiva que abone el camino de los cambios necesarios para la vigencia de condiciones de dignidad y justicia a quienes nunca pudieron vivirlas.

El aceleramiento de las causas judiciales por violaciones a los derechos humanos, genocido u otros delitos de lesa humanidad no sólo es imperativo por la deuda que la justicia tiene con la sociedad, sino fundamentalmente porque señala y profundiza la exigencia cada vez más extendida en la conciencia social acerca de la responsabilidad del estado en garantizar los derechos humanos a todos los ciudadanos, controlando y poniendo bajo la ley a los poderosos sectores que históricamente han usufructuado del estado. Esos son precisamente quienes más se beneficiaron económicamente durante la dictadura y lo siguieron haciendo durante estos largos años de democracia al haberse consolidado un modelo de exclusión social por aplicación de políticas neoliberales con las privatizaciones, la precarización laboral y la eliminación de políticas sociales por parte del estado. No en vano esos empresarios prestaron activa colaboración entregando a las fuerzas represivas listados de activistas gremiales o facilitando sus instalaciones industriales como lugar de detención ilegal y torturas. Sin embargo, para ellos el brazo de la justicia sigue siendo corto. Y lo seguirá siendo mientras quienes tienen hoy la responsabilidad de conducir el estado se muestren hasta agradecidos de sus contribuciones al desarrollo económico y a la estabilidad política, aunque todo ello esté sustentado en una injusta distribución de las riquezas.

Neoliberales y ¿humanos?

Por eso es contradictorio o signo de mezquino oportunismo que gobiernos y dirigencia política reivindiquen la lucha contra las violaciones a los derechos humanos de ayer; y sean o hayan sido complacientes o directamente implementadores de políticas neoliberales que beneficiaron a las minorías del poder económico, nacional o extranjero, poniendo a su servicio los recursos del estado, mientras éste sigue desmantelado e incapacitado para garantizar la salud, la educación, los recursos financieros, la jubilación, el agua, el transporte público, las rutas, etc., afectando la calidad de vida de las mayorías empobrecidas. Bregar por los derechos humanos del pasado, negando en las políticas concretas las violaciones de hoy es burlar la memoria de nuestros luchadores desaparecidos y muertos a causa de su compromiso por una sociedad justa e igualitaria.

Merece rescatarse la historia cuando sus hechos iluminan las acciones del presente como desafío y como compromiso para hacer realidad proyectos inconclusos de bienestar y dignidad para las mayorías populares. No sirve la memoria del pasado que ensalza petrificando en el pedestal los rostros, la sangre, las motivaciones y las energías de tantas vidas que nos siguen interpelando en los desocupados y los que trabajan en negro; en los presos con cárceles inhumanas; en los niños desnutridos, abandonados o judicializados; en los jóvenes víctimas del atropello policial y del “gatillo fácil”; en los ancianos sin hogar y en tantas otras deudas de justicia que nos rodean. Denigra a quien lo practica hacer “marketing” político con lo que es causa de dolor para tantos ciudadanos, más cuando se ha transitado con protagonismo en el camino neoliberal en el apogeo de su reinado. Porque los derechos humanos se violaron ayer para hacer posible la violación de hoy. Y esta conexión histórica no puede ignorarse. Por eso la justicia seguirá pendiente mientras no se instale también como exigencia de reparación social. Y desde el poder político se sinceren y transparenten las políticas sociales, superando el clientelismo y las migajas de la dádiva.

Porque la solidaridad siempre será insuficiente sin justicia social.

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